El paisaje,
el clima y las costumbres de un lugar intervienen a menudo con
huellas decisivas en las artes que surgen de él. En el caso de
Murcia, salta a la vista que predomina el barroco. Valga la paradoja,
aquí el barroco se da naturalmente, como un veneno inoculado
generación tras generación en la mentalidad de las gentes,
propensas a acumular los más heterogéneos elementos a
fin de eludir, no ya el vacío, sino cualquier hueco o silencio
susceptible de irrumpir en la realidad, por minúsculo que sea. En
tales condiciones, los artistas se ven desafiados por un peligro
doble. De un lado, el de llevar demasiado lejos su impulso innato de
recargar la obra, sin percatarse de que esa desbordante profusión
quizá resulta innecesaria para dotarla de libertad o autenticidad y
al cabo puede convertirse en un lastre pesadísimo; y, de otro,
cuando pretenden sustraerse a esa influencia, el de asfixiar
mortalmente su arte, privándolo del aire que le es propio y natural.
El barroco no es obligatorio, antes al contrario, pero hacer caso omiso al peso que, se quiera o no, tiene en determinadas latitudes, sólo con
mucha dificultad conducirá a alumbramientos felices.
Se
argumenta contra el barroco por sus excesos, insoportables para
ciertas sensibilidades, seguramente con motivo, y hay multitud de
ejemplos que lo justifican. Pero también sucede que en ocasiones
brinda obras inolvidables, capaces de incendiar el corazón más
gélido, comparables a las más excelsas. No en vano, Burckhardt
afirmó que todo gran arte es barroco en el fondo. El barroco es un
juego exuberante que intenta decir lo infinito, y por eso entraña
una exigencia superior, puesto que su desmedida ambición se ve
lógicamente frustrada las más de las veces, incluso de manera
lamentable.
Pedro
Noguera se ha empapado de esa tradición y es consciente de su
fuerza. Aparte de estudiar en la universidad, visitar museos y
frecuentar a artistas de distintas generaciones, se ha educado en el
taller de su familia, restaurando, pintando y esculpiendo imágenes y
tronos para las procesiones de Semana Santa. En el taller, ha
asimilado las antiguas, complejas y delicadas técnicas que emplea en
su trabajo: la estofa, el temple y el mordiente. Como un alquimista, busca mediante los metales preciosos resaltar la espiritualidad
de la materia, el misterio que encierra hasta el más viejo y humilde
palo hallado en un solar después de una tarde pintando graffitis. A
la hora de abordar algunos proyectos, en sus primeros pasos tiene
bastante de trapero, siempre alerta a los escombros que pueda
reutilizar de los descampados, y a los muebles y enseres rotos
tirados junto a los contenedores de basura1.
Como Ángel Haro, que partió de una premisa similar para su
Folitraque y por cuya labor Pedro siente especial curiosidad,
ha reciclado objetos abandonados y restos sobrantes de los menesteres
del taller: telas, tablones, tallas, varas, molduras y demás
materiales hábiles para armar volúmenes y superficies, rescatando
la memoria que albergan esos pecios aparentemente inútiles o
fallidos, los relatos que todavía pueden contar, incorporándolos en
la pieza de mayor tamaño de esta exposición, cuya estructura, no
por casualidad, remite a una cruz.
Esa
acumulación un tanto salvaje y caótica, fruto en parte del azar
pero asimismo de un concienzudo ensamblaje, es sometida en los
cuadros propiamente dichos a una especie de reelaboración -de
domesticación, por así decir, de doma- a través de la pintura. La
estofa, mezclada sobre el lienzo y la madera con pigmentos azul,
rojo, verde, morado o el negro del bol, aparece como despojamiento o
destilación, "toma de pulso" -dice Pedro, del aprendizaje
adquirido. De hecho, en su fase última, el esgrafiado, la estofa
consiste en una retirada o desnudamiento de materiales que permite la
aparición deslumbrante de la plata. El fulgor barroco continúa
presente, pero de forma mucho más sutil, como entramado de matices
diminutos e incontables dispuesto sin estridencias ni sobresaltos
sobre la tela o el retablo, donde la mirada puede posarse y descansar
sin privarse por ello de una ilimitada riqueza de detalles. El
resultado transmite las enseñanzas del barroco depuradas, creando
composiciones donde brillos, sombras y relieves de extrema fineza se
equilibran e iluminan esta o aquella zona del plano, combinados de
manera análoga a las notas musicales en una partitura.
Entre el
artesano de taller y el graffitero furtivo, se impone, inevitable, el
triunfo del pintor, una vocación en lucha permanente con la
multiplicidad que le rodea y, sin embargo, fiel a sí misma, al mundo
del que viene y donde se desenvuelve, demasiadas veces mero y mudo
horror vacui en lugar de barroco.
1 En
Contened´or (2008),
transmutó simbólicamente la mierda en oro, aplicando pan de
oro sobre un contenedor de basura.
Luz mordiente, de Pedro Noguera. Espacio Pático (S. Lorenzo, 5, Murcia, hasta el 31 de julio)
http://www.pedro-noguera.com/
Fotografías de Joaquín Clares
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